Ella y los espejos
#1
Hay un momento en el que se mira al espejo en el que la puedo
ver de frente y de espaldas al mismo tiempo; yo sigo sentado en la cama y ella,
descalza, prueba la resistencia del suelo al calor que desprenden las plantas
de sus pies, ese calor que al calor del resto de su cuerpo desciende del centro
de su pecho y va a parar a las baldosas de la habitación, a una de cada dos o
tres, como en un tablero de ajedrez pintado por un borracho.
Ella me ve a la vez, me contempla mientras se ajusta los
pendientes y, desnuda, prueba la resistencia del espejo ante la luz que le hace
llegar la mirada que me lanza a su través. Y comprueba también mi resistencia,
baila un poco manteniendo a la vez tensa la cuerda que conecta nuestras
pupilas, tan tensa que parece imposible que no la vaya a romper alguno de los
dos; baila, mueve las caderas y con las caderas su cuerpo entero se cimbrea, la
habitación da vueltas sobre sí misma, encoge y estira el abrazo de cuarenta
grados que nos tiene pegados a esta capital y por momentos respiro con su baile
el aliento suficiente para que mi corazón, que un poco más abajo se verá, no sucumba
a los infartos que ya no sabe si le provoca ella y su doble.
Tendría que jugar mis piezas, pues, saltar a las baldosas
que ha dejado vacías, a las baldosas contiguas a las que reciben su calor, y
ponerme en posición de ataque con la convicción de que tengo algo más que un edificio
de palabras y un par de bienes de consumo de la mediana clase media. Algo más
que más años de vida y un poco más de ropa, solo un poco.
Debería hacerlo si tuviera algo que ganar al ajedrez que ha
trazado ese borracho que no hemos visto llegar durante todo este tiempo. Debería,
y podría, si no fuera porque en el minuto anterior ya me ha vencido a otro
juego mucho más divertido que ese.
Así que en lugar de rebelarme, le ofrezco un mechero imaginario
y le recito, mirándole a los ojos, el poema #2
#2
Eres esa herida que no deja de manar
y que me demuestra, con su torrente diario,
que mi pequeño corazón de atleta amateur sigue bombeando
sangre;
como un extintor titánico que tratase, hora tras hora,
de seguir vivo mientras intenta encontrar la manera
de librarse del incendio infinito que provocas a su
alrededor.
O de engañar a los periódicos,
mi corazón con síndrome incurable de Estocolmo
que canta la canción número 3
#3
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